Sexta y última muestra del año. Y más brotes de Dani Lorenzo con Norma Massara.
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Y más brotes
Terrenos
El zapallo estaba
allá, pesado, quieto. Parecía una luna antigua y perfumada.
El mismo de cien
años antes y el nacido ayer.
Marosa Di Giorgio
Las manos de Norma abren lentamente las
puertas de su consultorio en La Plata, atraviesa la sala de espera y más tarde la
tierra. Hace tiempo que el lombricario y los frascos forman parte del
itinerario que sus pacientes recorren con fascinación. En cada consulta se propicia
la palabra de los niños, el huerto, el zigzagueo de las lombrices, la
contemplación. Ahora, el ambiente está húmedo, como recién llovido, los envases
de plástico están empañados y algunos brotes crecen como tentáculos. Norma
imprime sus pasajes, repasa lo que resta por hacer antes de partir a Rio, marca
un número de memoria y llama a su hijo Daniel quien en ese momento almuerza con
Tita.
La abuela Tita va entre las flores, un
perfume de azucena acicala la tarde mientras el perro adoptado le anda entre
las piernas. Las flores han invadido el fondo, su jardín es un secreto a voces
en el barrio. Pone el pan sobre la mesa, lo acerca a los tomates que acaba de
lavar. El mediodía es apacible, Daniel cierra el cuaderno en donde estaba
dibujando. Mirar a su nieto trabajar en aquel dibujo le trae el mismo arrullo
que ver correr el agua sobre las plantas. Tita regresa al comedor, suena el
teléfono en dos ocasiones, atiende. Es su hija Norma.
Algunos días después Norma y Daniel se
encuentran para despedirse. Ella besa a su hijo un instante antes de subir al
taxi y le recuerda algo referido a los horarios de riego. Mientras el auto se
pone en marcha, Daniel evoca aquel viaje a Brasil que realizó con su hermana
Natalia. El viaje que cambiaría la lengua de sus sobrinos y marcaría un nuevo
punto en la cartografía familiar. Entre las lejanas artesanías en Rio de
Janeiro y su última visita a Bahía Blanca el nomadismo parece pertenecerle de
algún modo. Daniel escribe la palabra portátil
en su cuaderno. Más tarde, comienza a trasladar las macetas y los recipientes
que contienen parte del huerto que cuidará en casa durante los días en que su
madre se ausente.
Natalia adora las mañanas de Rio por el
gusto a fruta dulce que recorre su calle. Su hija camina la casa con largos
collares y se detiene frente a la cuna del pequeño Luciano, su mirada lo cubre
de besos. Natalia imagina que su madre ha de estar llegando del aeropuerto,
pone los jazmines en agua y los deja sobre la mesa del comedor. Milagros Morena
corre a la puerta a la espera de su abuela.
Al cabo de un tiempo, lo sembrado
comienza a crecer, Daniel mira el verde que emerge, las cebollas, las papas,
las formas en que mutan suspendidas en el agua. Guarda particular cuidado por
cada nuevo brote, mueve uno de los cajones y lo acerca al sol. Riega las
frutillas, le gusta el rojo nacarado que asoma entre las hojas. El ambiente y
los libros ya huelen un poco a albahaca. Norma le escribe a su hijo desde
Brasil, se refiere brevemente al vuelo y pregunta especialmente sobre el estado
de su huerto. Daniel abre el correo, mira alrededor y piensa en el modo en que
su madre ha logrado transformar el espacio durante todos estos años, en los
lazos del amor compartido y en todas las formas que encuentra la obra para ser
indivisiblemente vida.
L. Fernández Pinola
Noviembre de 2014
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